Monday, October 10, 2005

EN LA SAGRADA MACHUPICCHU.


Por Waldemar Verdugo Fuentes.
(Diario de Viaje por tierra a Lima)
Derecha: Waldemar en MachuPicchu).

EN LA CIUDADELA SAGRADA DE MACHU PICCHU.
De Cuzco, al amanecer hemos subido a Machu-Picchu. Aquí el tiempo, lento, está al margen de la Historia o es la Historia misma. Nadie sabe el verdadero nombre de la ciudadela montada peligrosamente sobre el lomo de la cordillera entre dos picachos escarpados de los Andes peruanos; un nombre que quedó sepultado con los huesos de sus últimos habitantes, pero tradicionalmente se la llama Machu-Picchu o Picacho Grande, en honor de las altas montañas que la guardan. El sitio irradia una magia tan sobrecogedora y emocionante, que uno podría agotar el idioma en busca de frases, imágenes y palabras capaces de describir lo que ahí se siente. La piedra trabajada en cubos colosales hoy forma parte de la naturaleza misma del lugar, que al visitante entrega una sensación que no cabe en experiencias cotidianas. Hablar del sitio requiere de un idioma especial, de sonidos sagrados que se usan sólo para ciertos lugares, de verbos ocultos cuyo significado no salga de sus piedras, de algo más que palabras. Requiere del lenguaje de los poetas. Por eso, recurrimos al idioma de Pablo Neruda como entrada; luego nos limitaremos a describir el viaje y lo que se ve, anotando algunos textos de los cronistas como apoyo de esta arquitectura necesariamente secreta.

"Sube conmigo amor americano.
Besa las piedras secretas conmigo.
La plata torrencial del Urubamba
hace volar el polen a su copa amarilla."

En un día marcado, el tren sale desde Cuzco hacia Machu-Picchu a las siete de la mañana, y poco a poco va adentrándose en el cañón labrado por el río Urubamba que corre apurado hacia el Amazonas, abriéndose paso entre masas de cordillera. A medida que se avanza, la vegetación se pone cada vez más exuberante, hules gigantescos, helechos, bananos, y la tierra alta más escarpada que pueda uno ver. En una hora, ascendemos por un desfiladero rodeado de paredes verticales de roca que suben de golpe sus mil a dos mil metros, obligando al tren a seguir en zigzag, adelantando y retrocediendo para volver a adelantar. En Ollantaytambo el tren se hunde en la espesura, comienza la selva impenetrable, el rumor de la jungla, a la que se une el tumulto de los rápidos embravecidos por los deshielos. Donde se produce una conjunción entre las vueltas azules del Urubamba, los picachos más imponentes que produjo la cordillera de Los Andes y la selva amazónica, ahí justo para el tren, en la estación Punta Ruinas, después de pasar la Central Hidroeléctrica, al fondo del valle. Desde este punto recorreremos en bus aún ocho kilómetros cordillera arriba, hasta el albergue de turistas, que está a menos de veinte metros de la entrada a la ciudadela.

"Vuela el vacío de la enredadera.
La planta pétrea, la guirnalda dura
sobre el silencio del cajón serrano.
Ven minúscula vida, entre las alas
de la tierra..."

La superioridad de la urbe resucitada en los altos Andes peruanos reside primero en el efecto espectacular y sorprendente de la que surge como palpitando de la nada misma; paradojalmente viva y muerta, fascinante. Está encerrada entre agujas que apuntan al cielo, rocas cónicas, precipicios y derrumbaderos pavorosos. Veo flores extrañas, maravillosas, que parecen arrancar del alma misma de las piedras enormes, brotando de la roca viva. Toda la escenografía refleja orden y razón en la naturaleza caótica andina, que hace ver la ciudadela como un sueño realizado, como una urbe en donde se hicieron reales los anhelos metafísicos, en donde un pueblo pronto a su extinción se diría que predijo su destino. Van subiendo y cubriendo de selva las montañas, sacándola del mundo, y entonces se entiende que ni los españoles en 400 años ni los peruanos en apariencia hayan podido dar con la ciudad secreta, hasta que un arqueólogo, el profesor de la Universidad de Yale Hiram Bingham la descubrió en 1911, luego de buscarla durante ocho años. En los siglos que antecedieron a su descubrimiento, la selva, los bejucos y detritos vegetales escondieron los templos de piedra granítica, los acueductos, las fuentes, las tumbas, las terrazas y principales calles con forma de escaleras (hay despejadas más de cien), los lugares para ver las estrellas, el reloj de Sol... no hay dos piedras iguales; cada una fue tallada para ocupar determinado sitio, con ángulos caprichosos y protuberancias meticulosamente labradas para encajar en las contiguas, como si se tratara de las piezas de un rompecabezas. En la construcción no se empleó mortero o argamasa, y sin embargo es exacto el empalme entre las moles de piedra. En esta arquitectura ningún elemento decorativo interrumpe la línea austera de los muros. Nos hallamos lejos de los frisos esculpidos, de los bajo-relieves o de las grandes máscaras que se multiplican en los monumentos mayas o aztecas. Aquí todo tiene la belleza de lo simple.
Todos los dioses del universo Inca están en Machu-Picchu, inconmovibles y eternos. Se hallan plasmados arquitectónicamente los diferentes elementos que figuran en el cuadro cosmogónico. El Sol, que se adoraba en el templo circular y que se atrapó en un reloj de piedra. La Luna, que tuvo su altar en las estribaciones del Wayna-Picchu, el pico enhiesto. El Agua, que se veneraba en las fuentes, por donde aquella bajaba como una boa con anillos musicales. La Lluvia, que alimentaba los andenes, por donde descendía con mil pies en los meses de invierno. El Viento, que recibía culto en las plataformas abiertas, girando en torno de las piedras sagradas. Y también las estrellas Matutina y Vespertina, las estaciones del año, las nubes, el Arcoiris, el Granizo, el Rayo, el trueno y la roca salvaje. La Naturaleza es como otra divinidad presente en toda la vegetación de la que parece brotar la ciudadela, su airosa arquitectura, sus acrobáticos andenes, sus viejas parcelas de hierba verde sembradas por el tiempo. A unos pasos del Ayakamayoq Wasi, la casa del cuidador del paso de la vida a la muerte, desde donde se puede vigilar la entrada y salida de Machu-Picchu, sobre un tupido tapiz de la hierba, está la roca con forma de barca, con su proa orientada hacia el sol. Por los escalones tallados en la piedra funeraria subían los sacerdotes para desear un viaje favorable a las regiones celestes.
Ciudadela de piedra, con ventanas que abren al infinito, es una urbe suspendida entre el cielo y la tierra, en cuyos costados crecen los abismos y por cuyas aristas se descuelgan las nieblas altas. Su posición geográfica fue su mejor defensa para permanecer oculta por siglos, defensa reforzada por el arquitecto Inca que completó su obra colocándole un cinturón de piedra: muros de cinco metros de altura y un metro ochenta de espesor resguardan sus calles milenarias y sus barrios sagrados. Mientras el caudaloso Willkamayu o Vilcanota, río dios de los incas, cuyas aguas vienen de las nieves eternas, forma una muralla de espumas que oculta zarpas de agua a los pies alrededor de Machu-Picchu, como otro muro infranqueable. Es la eternidad de la piedra desafiando naturalmente al tiempo. La magia del paisaje que la rodea acrecienta su belleza: por un lado, la frondosa vegetación de los fértiles valles del Kollpani que emergen entre nubes azules. Por el Norte, el Wayna-Picchu, la montaña alta que esconde santuarios en su interior. Por el Este, el Putukusi con su cima coronada de verde. Por el Sur, el Kutija y sus majestuosas montañas. Hasta hoy no se sabe cómo vadeó la piedra el río, desde las canteras, y ascendió los precipicios para vencer la cumbre. Los días de su construcción debieron ser grandiosos, porque trabajaban guiados bajo otra influencia cósmica, la de vencer las leyes de la gravedad y la inercia; mitad a pulso de hombre y mitad don de los dioses, que revelaron a sus sacerdotes, en señal de aquiescencia, la planta de poderes mágicos, la "koka akulli", que disipa el cansancio, que renueva las fuerzas, quita el hambre y fortalece el corazón. La verdadera historia de su perímetro de cinco kilómetros nunca será descifrada y cuanto se diga de sus altares dispuestos en toda la ciudadela será siempre poco, en relación a lo que pensaba el arquitecto Inca mientras talló la aguja del Intiwatana, el reloj de piedra, donde se enhebra el sol desde la primera aurora.
Según otra tradición, el primero de los gobernantes incas, Manco Cápac, llegó al Cuzco proveniente de una legendaria tierra en las estrellas alrededor del año 1000 de la era cristiana, cuando ya Machu-Picchu había sido abandonada por sus incógnitos constructores. Algunos siglos después, Viracocha, octavo en la línea dinástica, perseguido por otros indios enemigos que le atacaban, huyó del Cuzco hacia un invulnerable valuarte en la cresta de una montaña, refugio que se identifica con Machu-Picchu. El hijo de Viracocha, Pachacuti, coronado hacia 1438, fue quien llegó a gobernar la mayor extensión del Imperio, que abarcaría la mayor parte de los actuales territorios de Perú y Ecuador, llegando a extenderse hasta parte de Colombia, Argentina, Bolivia y Chile. Alrededor de 1471, Topa Inka fue erigido emperador; murió en 1493, al tiempo que Cristóbal Colón retornaba de su hazaña descubridora. Topa Inca fue sucedido por su hijo Huayna Cápac, el último de los grandes Incas, a quien sucedieron sus hijos Huascar, en el Cuzco y Atahualpa, en Quito. Atahualpa derrocó a Huascar sólo para caer víctima de los españoles en 1532. El último sucesor de Manco Cápac, Tupac Amaru, fue asesinado por los conquistadores en 1571, cuando acaba la dinastía.
No obstante de las muchas ruinas encontradas y descritas por los conquistadores españoles desde su arribo a América del Sur, Machu-Picchu, que siempre fue nombrada con respeto por los naturales, no fue nunca encontrada, quizás si porque creían leyenda la historia del sitio legendario en que sus habitantes habían sobrevivido a la masacre de la Conquista para morir muchos años más tarde, dejando la ciudad sagrada envuelta en el silencio y las nieves de las tierras altas andinas.
El origen específico de la cultura incaica es incierto. Parecen haber irradiado de las tierras andinas centrales del Perú; la inusitada estabilidad y el buen estado de conservación de muchas estructuras pétreas atestiguan un alto grado de maestría y espíritu de empresa. Los cazadores de tesoros, que suelen inutilizar los sitios arqueológicos para la investigación científica, parecen no haber excavado nunca en Machu-Picchu, y los que lograron saquear lo hicieron sin dañar. En 1911, cuando es descubierta por la expedición Bingham, y 1912, cuando se hacen los primeros estudios de excavación por los miembros de la misma expedición de Yale, con la ayuda de la Sociedad Geográfica Americana y el Gobierno de Perú, logran abrir 110 tumbas. El contenido de remanentes óseos fue debidamente empacado y se halla hoy día en el Museo Peabody de New Haven, USA. Los resultados científicos son muy interesantes. En primer lugar, las tumbas parecen haber permanecido intactas por lo menos durante cuatrocientos años, desde que el último de los habitantes incas fuera sorprendido por la muerte. A través de los años, el contenido de las sepulturas, las enfermedades de los esqueletos, los utensilios de aquellas gentes y características de su cultura, representada por cerámicas, bronces, momias, arquitectura y armas, nos hablan de un fascinante pasado. A los estudios del propio Bingham, han accedido a los restos equipos científicos de la Fundación Wenner Gren, en 1940; luego, el eminente arqueólogo peruano Julio C. Tello continuó excavaciones en otros sitios; valiosos análisis ha aportado también J.H. Rowe, del Proyecto del Sur Peruano del Instituto de Investigaciones Andinas. Los pobladores de la ciudadela, adaptados a la enrarecida atmósfera, cultivaron sus muchas terrazas, maíz, calabacines y patatas; dotaron de regadío sus jardines y criaron rebaños de llamas; ha sido difícil identificar el número de viviendas, pero es obvio que fueron numerosas
De las 110 sepulturas abiertas por el equipo de Bingham, el osteólogo de la expedición, George F. Eaton originalmente registró 20 esqueletos masculinos y 55 femeninos, correspondientes a jóvenes mujeres (excavados en el lugar identificado como Torre de las Vírgenes del Sol); también registra una excavación en un cementerio cerca de las puertas de la ciudad, con unos 300 fragmentos de esqueletos, 170 de los cuales corresponden también a mujeres. Numerosos cráneos tienen deliberada deformación occipitofrontal, que Eaton atribuyó a los incas originales, en tanto que los no-deformados a miembros de otras tribus que habitaban en la ciudadela, especialmente costeños. Los incas unieron con extensas redes de caminos todo su vasto imperio de cordilleras nevadas, inhóspitos desiertos y selvas impenetrables; su sistema de correo o chasquis estaba tan bien organizado que narra la tradición que la comunidad podía disponer cada día de pescado fresco transportado desde las costas del Pacífico. Según el mismo Eaton, la estatura media de los hombres alcanza a 1,61 mts. y en las mujeres, a 1,49 mts. Los cálculos de Charles W. Goff, que estudió los restos funerarios en 1966, dieron los mismos resultados. Fueron hallados numerosos artefactos, martillos de piedra, herramientas para trabajo de cantería, utensilios de tejer e instrumentos de cortar, hechos de obsidiana y bronce; también delgadas láminas de hierro o cobre de hojas de cuchillo, y algunos abalorios vidriosos, "perdidos probablemente por el único ladrón de tumbas que parecía haber merodeado por aquellos sitios dentro de los últimos cien años", dijo Bingham, "que parece indicio de alguien que se ocupó cuidadosamente de no dañar los restos, sin que se encontrara ofrenda en oro o piedras preciosas. Escaso es el número de joyas que hemos recuperado, constituido en su mayoría por pequeños pendientes de piedras de colores, y numerosos, en cambio, los broches de bronce y artículos de tocador o aseo. De una vasija de barro fueron desenterrados artefactos rituales de un sacerdote de alta jerarquía. En los confines de la ciudadela se encontraron fichas de piedra parecidas a las piezas del juego de damas...", que Bingham sugiere que eran utilizadas para el registro de cuentas: "Asimismo hay fragmentos de envoltorios de momias, restos de piel y de cabellos y hasta una máscara momificada en buen estado de conservación... las edades oscilan entre los pocos meses y los cincuenta años. Ninguno más viejo. En las piezas dentales se observaron pocas caries."
Charles W. Goff afirma que los restos más interesante entre los encontrados en Machu-Picchu que se conservan en el Museo Peabody, son los registrados bajo el número 26, encontrado entre las tumbas de mujeres: "es una mujer con una edad ósea de unos cuarenta años, índice craneal de 79,0 centímetros, deformación occipitofrontal... fue considerada por Bingham como el esqueleto de Mama-cuna o priora mayor del convento, según la tradición oral. Sabemos en efecto, que una Inca de la nobleza debía supervisar tal especie de escuela, donde las vírgenes elegidas se albergaban y recibían instrucción religiosa para los ritos del Templo del Sol. La tumba estaba en una terraza protegida por rocas, a casi 30 metros sobre la ciudad. Sobre ella se levantaba una torre de piedras, con el piso y los escalones de acceso muy bien construidos. Junto al casi completo esqueleto femenino se hallaban dos bellos jarros modelados con rostros humanos, un cacharro de cocina, alguna pedrería y el esqueleto de un perrito. Asimismo se hallaron dos grandes broches de bronce para el chal, pinzas del mismo metal, agujas de coser hechas de espinas vegetales, un diminuto peine de bronce, una cuchara para el cítrico que liberaba el zumo de la coca y un espejo de mano, también de bronce..." Bingham especuló sobre el uso del espejo por la Mama-cuna. La tradición cuenta que esta sacerdotisa hacía arder en ciertas ocasiones ceremoniales, una mota de algodón mediante la concentración de los rayos solares en un espejo cóncavo de bronce, como forma de manifestar ante el pueblo la presencia del dios Sol.
W.W. Howells pone especial énfasis en el tamaño de la población de Machu-Picchu. Los cálculos basados en el remanente de esqueletos son de carácter muy subjetivo, y, consecuentemente, defectuosos. Además del número de sepulturas encontradas, se sabe que no son todas las existentes. Sin embargo, se llevó a cabo una estimación tomando como factores del cálculo la cantidad de tumbas halladas más la extensión del área destinada al cultivo y capaz de suplir de alimentos a la población de la ciudadela. El espacio habitable dentro y aledaño al asentamiento, así como el número de obreros necesarios para construir este, son datos que también fueron utilizados, definiéndose que el número de habitantes era de unos ocho mil individuos con una característica: se estima que allí vivían seis mujeres por hombre. La razón de este hecho es conjetural. Tal vez Bingham se hallaba en lo cierto cuando supuso que Machu-Picchu era una ciudad de sacerdotes, princesas y Vírgenes del Sol, las ñustas imperiales que languidecieron de pena con el tiempo, que se les fue sin dejarse sentir en la bella ciudadela, suspirando por su rey, el Inca Hijo del Sol asesinado en Cuzco.
¿Cuánto queda aún oculto en la región? En el sitio, una atmósfera de misterio encerrado es algo palpable para el visitante. Desde la pequeña estación en que nos ha dejado el tren, somos trasladados en una camioneta hasta una meseta en que hay un hotelito. Ya ahí; el lugar solo emociona: la cordillera se ve como una sucesión de espolones verdes, inacabables, que se van encaramando en las nubes. La atmósfera es una sorpresa, ahí está el sol, luego lo cruzan nubes que vuelven todo del color de las violetas, se oyen truenos y un vapor comienza a expandirse desde el corazón del valle, allá abajo. En un instante, la niebla cubre todo de misterio y sólo ecos de imágenes nos rodean hasta que el sol vuelve a disipar y toda esta atmósfera se abre súbitamente, en un proceso de minutos. De ahí uno debe ir caminando a las ruinas, quietas, majestuosas...

"Entonces en la escala de la tierra he subido
entre la atroz maraña de las selvas perdidas
hasta ti, Machu-Picchu.
Alta ciudad de piedras escalares.
por fin morada del que lo terrestre
no escondió en las dormidas vestiduras.
En ti como dos líneas paralelas,
la cuna del relámpago y del hombre
se mecían como en un viento de espinas".

En su conjunto, la ciudad derruida tiene un aspecto mítico, que inspira un sentimiento de veneración a lo más profundo de uno mismo. En Machu-Picchu se presiente un arquitecto secreto, que hizo su obra en una cumbre inexpugnable de los Andes, en su centro exacto, el centro del aire, de los ríos y la selva. Es toda de piedra de acero y con un diseño que pocas veces cabe en la mente humana, por lo grandioso.
Algunos sospechan una influencia especial del cielo para tener una ciudad cerca de él. Para recorrerla bastan unas horas, para conocerla no han sido suficientes los últimos siglos. Los rayos de luz entre la niebla, el canto del río, el rítmico movimiento de las cercanas nubes, las olas del aire y el relámpago súbito que parece caer sobre las alas de las águilas y cóndores que surcan el cielo, acompañan los grandes templos de piedra callada, los tallados ceremoniales, las escalinatas rituales, miles de ellas formando caminos que llevaban quién sabe dónde, quizás a los palacios destruidos o a las explanadas en que se realizaban ritos encerrados por muros de solidez sobrehumana. La ausencia de vida humana que se aprecia en la total inexistencia de construcciones de tipo doméstico que hoy se ve, acentúa ese ambiente sagrado que siempre se cita.

"Piedra en la piedra, el hombre ¿dónde estuvo?
Aire en el aire el hombre ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre ¿dónde estuvo?”

Quizás Machu-Picchu fue siempre un centro ceremonial, y en esta intención en el corazón también la visitamos a pie. Tuvimos el alto honor de vivir un secreto del Inti Raymi, la fiesta del sol en este día 21 de junio, solsticio de invierno, cuando el sol se encuentra muy lejos de la Tierra, que entra en un periodo de descanso para comenzar una renovación: todo lo malo se va del universo terrenal y ocurre un reciclaje de energías en la naturaleza humana. La procesión, de no más de veinte personas, salimos a la hora del crepúsculo del amanecer caminando el día séptimo de iniciado el evento en Cuzco. Nueve horas a pie masticando la planta sagrada, según es tradición. Hasta llegar a la ladera oriental del monte Huaina-Picchu, frente a la ciudadela, desde donde enfilamos por un camino subterráneo, antiguo y ventilado, hasta llegar a través de una de sus innumerables bifurcaciones a aparecer justo frente al reloj de Sol de piedra, enclavado en la parte más alta de Machu-Picchu.
En la Piedra del Sol se reafirma la antigua cultura, de adoración al astro-Rey, en una realidad más tangible y mágica a la vez, que la simbólica puesta en escena del evento que habíamos visto en Cuzco mismo. Allí se oyen cantos en olvidadas lenguas repitiendo enigmáticos y sonoros mantras viendo un punto exacto en las estrellas, que casi se pueden tocar, y una luna enorme, cuya luz es la única que ilumina la ceremonia que culmina con la llegada del sol, cuando la noche comienza a irse en jirones, develada.
Entonces, toda la atmósfera se impregna de sutiles aromas que escapan de las plantas medicinales, hierbas y flores que crecen y de noche se despiertan en estas alturas. Poco a poco, el sol va devolviendo sus formas a la piedra trabajada por el hombre en Machu-Picchu, que en ciertos días señalados toma contacto con fuerzas que vienen del cielo, ahí cerca. Porque esa es la gracia del lugar: es un sitio mágico creado por hombres comunes de antes que nosotros. Pero todo muy real: Desde el torreón, de forma circular, se divisan aún otros caminos que salen de Cuzco y que se abren trepando la cordillera andina del Sur, caminos incas que llevan a otras ciudades perdidas: Wiñay Wayna ("joven eterna"), Phuyupatamarka ("ciudad encima de las nubes"), Sayaqmarka ("ciudad centinela")... la tradición que se pensó no había quedado registrada en escritura alguna.
Durante siglos se creyó que los incas no tenían escritura, y esta contradicción había perpetuado otro enigma: si los incas fueron capaces de construir un Imperio, trazar largos caminos de piedra que unían gran parte de Sudamérica (algunos hoy son modernas carreteras), construir puentes colgantes y elaborar sofisticados sistemas de irrigación, ¿cómo explicar su carencia de escritura? Se había establecido que los conocimientos y la tradición fueron perpetuados entre ellos boca a oído, de generación en generación. Solamente en 1970, el científico Thomas S. Barthel, director del Instituto Etnográfico de la Universidad de Tuebingen, Alemania, informó a los participantes del 39º Congreso Internacional de Americanistas, en Lima, que constituía un error garrafal, de etnógrafos, arqueólogos e historiadores haber afirmado hasta entonces que los incas no conocían la escritura. Lo que sucedía es que había permanecido ignorada; enseñando la traducción de los primeros 25 símbolos incas.
El profesor Barthel, que había trabajado en Chile a partir de 1958, descifrando parte de las "tabletas parlantes", escritura de los antiguos chilenos de RapaNui la Isla de Pascua, que lo ubicaron como autoridad mundial en su materia, afirmó luego que de existir una escritura en la vieja civilización incásica, ella debía estar contenida o escondida en los múltiples diseños geométricos (tocapus) preservados en los restos de vestiduras sacerdotales o vasos ceremoniales. Desde entonces, con ayuda de la arqueóloga peruana Victoria de la Jara, el profesor se zambulló durante años en el estudio de los restos incas brotados de Machu-Picchu y otras zonas que abarcó el Imperio. Notó que muchos de estos restos, además de tocapus, preservaban pinturas y dibujos. Declaró entonces que el primer tocapu que calzó registraba un acto de idéntica adoración divina; al establecer aquella relación y confirmarla con algunas piezas de tocapus de notable valor (como los conservados en la "Bliss Collection" de Washington D.C.) estaba en disposición de afirmar que existe una escritura Inca, notando que varios signos se asemejaban a objetos reales, como los pictogramas chinos. Esto le permitió determinar los símbolos empleados para configurar la palabra que nombra al supremo dios de los incas: Kon Ticsi Viracocha (conocido tradicionalmente como Kon-Tiki) cuya representación consiste en el tocapu de calor ("kon") y en dos bases de pirámide ("ticsi"), que juntos significan "fundación" y "tierra"; una columna entera de tocapus traducida dice: "Kon Ticsi Viracocha es el hijo del sol, el calor, el maestro de la tierra, el sacerdote, el origen de la luz, el Señor del Sol". Dijo en 1970 el profesor Barthel:
-Los tocapus más interesantes para un desciframiento datan de la época inka-tardío e inka-colonial; que se encuentran tanto en tejidos como en "keros" (los vasos ceremoniales, cilíndricos, con la boca ligeramente ensanchada)... los tocapus o signos geométricos de la época tardía son frecuentemente acompañados por escenas figurativas, grabadas en la madera o piedra de los vasos, mientras que los textos más antiguos carecen de ilustración por dibujos. Los "keros" los he dividido en tres bandas ornamentales o registros. El registro medio se compone de tocapus y la banda superior, alrededor de la boca del vaso, demuestra los dibujos figurativos correspondientes. Muchos de los signos se encuentran también en tejidos de la época tardía, pero entra aquí otro simbolismo importante que es el elemento color. A la manera de los desciframientos que se hicieron en las pirámides de Teotihuacán, México, y los restos arqueológicos de la zona Maya que se extiende hasta Guatemala y Honduras, altos personajes de la corte de Cuzco y Machu-Picchu o miembros de la familia real usaban túnicas de colores rojo y amarillo, y los ciudadanos de menos rango en color azul y café”.
La antropóloga Ingeborg Lindberg, de la Academia Chilena de Ciencias Naturales, comentó: “-Mucho me llamó la atención que algunos de los primeros signos descifrados por Barthel, por ejemplo el signo para "Mama o Pachamama"; otro que significa "el camino del Sol"; otro "Apu o Gran Personaje"; se repiten también en petroglifos del Norte Grande de Chile. Por lo tanto es totalmente posible que el desciframiento de los tocapus, una vez terminada la investigación que se realiza aún, arroje luz sobre el significado de numerosos y hasta ahora enigmáticos petroglifos de la época precolonial tardía en nuestro territorio chileno. Es interesante recordar el gran número de palabras que usamos diariamente y que entraron a Chile recorriendo el Camino del Inca que cruzaba hasta las riberas del río Maule. Recordemos algunos nombres geográficos como "Illapel" (de illapa esto es relámpago), "Chuquicamata" (lecho aurífero), "Chacabuco" (puente en tierra cultivada), "Quillota" (valle risueño y angosto), "Huelén" (tristeza), también "Talagante", "Vitacura", "Macul", "Copiapó"... otros términos corrientes en Chile de origen Inca son: guagua, choclo, camanchaca, quisco, chuico, guaso, humita, charqui, quincha, chirimoya, chaucha, ojota, yuyo, palta, huincha, pucho, cuncuna, poroto, hallulla, zapallo, chupalla, cueca, guacho, chuchoca, chacra, coronta, callampa, combo, copucha, cochayuyo (que quiere decir "yerba del lago")... palabras que nos quedaron del tiempo en que el Imperio incásico incluía entre sus dominios parte del norte de Chili ("confín helado"). Sin dudas que un glosario tan amplio, sólo de lo que se preservó en el lenguaje chileno, es congruente con la existencia de una caligrafía Inca”.
Declaró también entonces el profesor Barthel que la principal dificultad que deberá enfrentar quien siga desarrollando su trabajo de desciframiento (como ha sucedido) es que los tocapus, dibujos y colores a menudo contienen un significado doble, triple e incluso cuádruple. Explicando esta multitud de significados, quizás al esfuerzo de los sacerdotes y la nobleza incas para mantener su escritura fuera del alcance de los extranjeros. El hallazgo representó según científicos europeos, el primer hito que puede esclarecer un misterio histórico en América: el súbito derrumbe de una poderosa civilización a manos de un puñado de conquistadores incultos.
Descansamos y comemos en un mirador de piedra rodeado de flores y pasto fresco todo el año que se aparta un poco de la ruta de visita. Descienden los anchos andenes y las breves escalinatas por el laberinto de pasadizos de piedra que es Machu-Picchu. Se ven edificios de piedra blanca andina en línea sobre planos de armónicos niveles. En cada grupo surge algún templo, algún palacio que preside y aglutina las viviendas comunes. La ciudadela descansa, como por obra mágica de equilibrio, sobre las breves superficies de las terrazas andinas. En el más extenso espacio, como el corazón del cuerpo, se ve el templo central. Coronando el templo que sigue el crecimiento natural de la roca, se yergue al Noroeste una roca que recorta el cielo sin estorbar: allí se perfila el Reloj de sol donde osamos ser fotografiados. Más cerca del Observatorio, emerge del laberinto arquitectural el Torreón, que impresiona por su equilibrio y belleza. Sobre una enorme roca ha sido levantado con precisión astronómica, como cada edificio en la ciudadela. La construcción sigue las irregularidades de la roca cordillerana y va curvándose a manera de herradura. Presenta en la parte curvilínea dos ventanas trapeciales decoradas exteriormente con una forma de marco, en cuyas esquinas surgen las protuberancias tan frecuentes en el Cuzco y muy raras en Machu-Picchu. En la sección rectilínea, hay una puerta-ventana excepcional por su forma: lejos de presentar la base el umbral sencillo de los vanos incaicos, termina en doble escalinata lateral con cada peldaño atravesado por canaletas y perforaciones.
Hacia el interior, el torreón tiene seis nichos en la semi elipse y doce en los muros rectilíneos. Parece que este recinto nunca fue cubierto; no ofrece huellas de techo, y es entre los de Machu-Picchu el mejor conservado. Posiblemente su techo era de paja ligera que simplemente era repuesta cada temporada. Toda la técnica en la piedra es de poliedros regulares pulimentados, muy semejantes a los de Cuzco. Bajo el torreón, y en oquedad natural está construida una cámara con nicho de tamaño considerable. Digamos ahora que caminar en la ciudadela es suficiente para vivir cierta sensación de bienestar, quizás por el sortilegio del clima. Y por el agua que corre enmarcando las estructuras que unidas a los vaivenes del viento aportan un sonido excepcional que brota de entre las piedras. El agua viene de las lejanas cumbres. Baja por acueductos horadados en la roca, saltando de una terraza a otra, y cuando se acerca al Palacio se encauza por canales que unen diecisiete piletas cada una en sucesivas terrazas. El barrio central tiene fuentes muy trabajadas en la piedra misma. Bien se ha dicho que Machu-Picchu es la ciudad de las escalinatas; tres mil peldaños contó uno de los pacientes exploradores de la expedición del descubridor Hiram Bingham. Sirven de comunicación a unos andenes con otros, facilitan el acceso a plazas y palacios, a templos y adoratorios, a viviendas, sepulcros y piscinas. Unas veces son labrados en la misma roca, otras las forman pulidos sillares, en algunos casos son clavos salientes para escalar o saltar con ligereza. Escaleras que trepan por rocas enormes, se deslizan por senderos misteriosos, bajan decididas al murmullo de las aguas bordeando abismos y las sigue por el costado entrando en las rocas. Las escalinatas en Machu-Picchu están vivas. Recorren uniendo los tres sectores de la ciudadela: el sagrado, donde se encuentran el Intihuatana, el Templo del Sol, una cámara, llamada por Bingham- de “las tres ventanas”, el barrio de los sacerdotes y la nobleza y el barrio común. Por todas partes, los impresionantes paisajes andinos sirven de digno marco a esta obra de titanes que es Machu-Picchu: la visitamos en Inti Raymi y dejamos una ofrenda en la piedra.
© Waldemar Verdugo Fuentes.